Y
cuando yo muera, ¿quién le arreglará su reloj?
Autora: María Alejandra Vidal Bracho
Publicado en Revista Co.incidir No.58 Diciembre
Si
viajo, mentalmente, unos treinta años desde este momento hacia mi pasado,
encuentro entre mis recuerdos a Don Eusebio; un señor mayor muy formal, tanto
en el trato, como en el vestir; todo un caballero adornado de horarios precisos
y modales perfectos. Su oficio de
relojero lo mantenía vivo y feliz. Nadie
ha amado tanto, en este mundo, a los
relojes como él. Ataviado de su monóculo
contaba los rubíes, apreciaba el mecanismo, movía los ejes y era capaz de
grabar, hasta dentro del más pequeño, la fecha
en que había sido atendido por sus sabios dedos. Sus ojos, dueños de una
mirada inteligente, aguda, limpia y gentil, contemplaban embelesados cada pieza del reloj
averiado, para luego, certeramente, diagnosticar el problema y decir cómo iba a
solucionarlo. Por eso, cada vez que el
mío dejaba de funcionar yo corría hasta su casa, que era además su taller y él, de inmediato, lo abría, lo revisaba y resolvía
internarlo, por unos días, para recibir sus cuidados. Un arsenal de pequeñas herramientas adornaba
su mágico lugar y así, flanqueado por diferentes, diminutos y misteriosos
instrumentos, siempre me decía lo mismo: “y cuando yo muera, ¿quién le
arreglará su reloj?”
La
verdad es que los relojes son eternos compañeros. Miden la duración de los momentos; miden el
tramo de tiempo que ocupamos, mientras respiramos en este plano de la
vida. Siempre insisto con lo mismo: “El
tiempo no pasa”. El tiempo es, solamente,
una ilusión y lo que medimos, en realidad, es nuestra existencia en relación con
los hechos experimentados. El reloj y su
tic tac, aunque creamos que no tenemos uno, sí que lo tenemos, sí está, sí
existe y es nuestro corazón y sus latidos que emulan, perfectamente, al tic
tac del reloj convencional. El corazón
es nuestro verdadero reloj, porque inicia su cuenta en el momento en que ya
estamos biológicamente completos, dentro del vientre materno y día y noche
marca sin parar; no interrumpe ni paraliza su labor, y cuando lo hace, cuando se detiene, muchas
veces, es porque ha llegado la hora indiscutiblemente fijada, para iniciar el viaje de retorno que nos llevará de vuelta hacia el
misterio del éter y, si es así, ya ni
siquiera un maravilloso Don Eusebio, será
capaz de lograr recomponerlo, porque el
tiempo pactado en este plano es finito y, esto, debemos recordarlo ahora y siempre.