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domingo, 18 de agosto de 2019

Sin reloj







Sin reloj

(Autora: María Alejandra Vidal Bracho)

Hace siete días que estoy sin reloj.  He vivido con mis propios cálculos sin saber qué hora es durante una semana.  He levantado mi cuerpo de la cama, lo he alimentado y mimado, con profunda conciencia del momento; lo he dejado vivir, sin la presión de contar, medir y parcelar el tiempo.  Durante estos días, las noches me han encontrado con leve cansancio o con mucho cansancio, según haya sido el ajetreo de mis horas vividas a la luz del sol y entonces, sencillamente, me he acostado, sin pensar si era ya, hora o no de hacerlo.  Lecturas interesantes han atrapado mi interés, acompañada solamente de una lámpara, la cual ha sido reemplazada, varias veces, por la tenue luz del incipiente amanecer, que manifestando delicadamente su llegada indica que: “quizás, sería bueno, pensar en dormir”.   He salido tarde, creo que muy tarde, a esperar miradas gatunas fascinantes que siempre visitan los árboles de mi patio y cuando aparecen las contemplo pacientemente hasta cuando la frescura del aire,  muy decidida,  dirige  mis pies de regreso al cobijo del techo y del calor que mi estufa brinda.
Lo curioso es que esta sensación, de extravío y libertad, me ha provocado un sentimiento distinto al habitual en relación con el espacio y el tiempo que habito en el mundo.  He comenzado a reflexionar sobre cosas como: ¿será que así viven las laboriosas hormigas? Ellas no observan nuestras medidas terrestres del tiempo, tienen otras formas de guiarse en la vida. Yo las admiro mucho, ante todo, porque son súper fuertes físicamente, no sólo para trabajar; si alguna de ellas cae, en relación con su volumen, desde una gran altura, aparentemente no se daña; en breve momento ya está caminando otra vez; no ocurre lo mismo con nosotros, en eso también somos muy  distintos y, por cierto, mucho más débiles que ellas.  En el día a día, son tan perseverantes; organizadas, disciplinadas, incansables, pero de seguro es debido a que respetan los compases de la naturaleza. Las abejas, también son así, porque tampoco se guían por los relojes humanos para realizar su labor, ellas sólo viven; su faena diaria las mueve y habitan el presente con plena atención;  van y vienen llenas de energía volando de flor en flor, plenas de entusiasmo y vitalidad.  Por otro lado, los árboles, las flores y plantas igualmente  existen en sus propios ritmos: reposan, mueven sus hojas, cierran sus pétalos y en vigilia buscan la luz del sol. La tierra agradece a la lluvia que trabaja incansable regando cultivos, pero que también descansa, por tramos de tiempo, en los cielos.  El viento, aire en movimiento, que mueve a las nubes, sopla  para equilibrar  la humedad y luego,  de igual manera que los demás,  duerme en intervalos de paz.
Podría citar muchos modelos de seres que viven junto a nosotros, ajenos al tic - tac convencional. En este escenario sería positivo intentar regalarnos al menos un día, cuando podamos, para vivirlo con la fuerza y talento de las hormigas, con la dulzura y ánimo  de las abejas, con la frescura y placidez  de las nubes, con la sabiduría y el ímpetu  de los vientos y medir el tiempo con los lánguidos relojes pintados por Salvador Dalí, que no están en alerta, como lo están los que viven colgados en nuestras paredes, abrazados a nuestras muñecas o programados en nuestros hipnotizantes teléfonos modernos. 
Fin

Hijo de la poesía























Hijo de la poesía
(dedicado a Mario Lorca A.)
Autora: María Alejandra Vidal Bracho
Publicado en Revista Co.incidir mes de Junio año 2019


En un punto enigmático  del tiempo,  el corazón de la poesía sintió el profundo  deseo de tener un hijo a quien legarle su esencia; para ello, incansablemente, buscó por todo el planeta un lugar especial y también una madre especial, para encarnar el fruto de sus más tiernos anhelos. Eligió, sin dudar,  un pueblo  lejano y acurrucado por ríos suaves, alejado de vientos y vestido de trabajo rural.  Un día de un agosto fue la fecha fijada para el arribo de este viajero que, a pesar de haber llegado provisto de un  vigoroso cuerpo y una voz adecuada a su destino, decidió esperar un lapso de tiempo un poco más extendido que el habitual, comparado con los demás niños, para empezar a hablar.  Porque él se dedicó primero a contemplar y entender desde su poético sentir este mundo material y  tridimensional tan lleno de seres y cosas que lo invitaban a observar.  Así su padre, que ya estaba algo preocupado por la aparente falta de interés en comunicarse que el pequeño demostraba, se llevó una feliz sorpresa cuando un día al regreso de su acostumbrado  trabajo en el campo, el niño le indicó, desde su corralito,  el pelaje de un blanco corderito imitando entusiasmado su berrear. 
Cuando comenzó a caminar sus inquietos pasos aprendieron a disfrutar del suave tacto del pasto en sus pies al pisar; un poco más crecido, sus oídos se dedicaron a grabar el murmullo de las embarcaciones mecidas por las aguas generosas del lugar. Este susurro acuático era verdadera música para él,   envolvía sus sentidos y lo hacía soñar;  y si hablamos de sonidos que le cautivaban,  el de las palabras  era su favorito, principalmente si éstas estaban entremezcladas formando poesías o cuentos diversos;  tanto era su deleite, en este sentido, que muy pronto aprendió a leer y a estudiar y también a decir, con llamativa gracia, los clásicos poemas que se aprenden en la infancia, sólo por jugar.   Sus días eran felices, sobre todo si se sentía acariciado por los tibios rayos del sol y si éste se escondía, él suspiraba nostálgico por la falta de calor.
Cada mañana  su madre, primorosa,  lo despertaba soplando suavemente su infantil faz y luego, muy contenta, comprobaba  los progresos de su hijo  en la lectura y en el aprendizaje de versos, que ella depositaba, en su cándida alma, con suma dedicación y con la paciencia que sólo es otorgada por el  poderoso amor maternal.  
Este niño creció talentoso y amado; custodiado además, de forma esmerada,  por los árboles que habitaban el lugar, por  las aves visitantes, por los animales avecindados, por las flores que adornaban como verdades joyas su camino al andar, por los ríos acariciantes, por las lluvias generosas que humectaban los cultivos de su hogar y, principalmente, por las artes escritas que se impregnaban como la miel, apasionadamente,  cada día en su sensible y juvenil espíritu el cual, anhelante de aventura y libertad, soñaba con poder, a través de la interpretación, dar vida a los personajes que llamaban su atención. Lo mejor de esta historia es que este héroe lo logró; porque su destino trazado, fue cumplido por las artes y en los escenarios se lució; pero debo destacar aquí, que existe un detalle, no menor,  y es que su amor por las palabras lo ha llevado por senderos en que no existen los tiempos, es decir no se miden, ni en calendario, ni en reloj, por eso aún va trovando incansable por el mundo lleno de energía y de valor.

Fin

Un pañuelo japonés








Un pañuelo japonés
(Autora: María Alejandra Vidal Bracho) Cuento publicado en Revista Co.incidir No. 63 Mayo 2019

Un bello pañuelo japonés viajó hasta un pequeño pueblo eternamente nevado, en que habitaba una niña que amaba vestirse de blanco e imaginar interminables historias de hadas. Este indudable pañuelo tenía estampadas cinco hermosas figuras de coquetas geishas enigmáticas, elegantes y, además, dotadas, con diferentes dones. En su misión de pañuelo éste debía adornar y abrigar el cuello de la niña, pero también debía impregnar su alma con los dones y talentos de las primorosas geishas estampadas. Los dones, al igual que las geishas y los años que había vivido la niña, eran cinco: poder conversar con los escarabajos, endulzar el café con sólo mirarlo, asegurar las ventanas con el pensamiento, construir invisibles puentes de paz entre vecinos enemistados, abrir paraguas invisibles bajo las lluvias inesperadas.
Cuando la niña recibió el pañuelo, se sintió muy contenta y agradecida. El pañuelo llegó, como un regalo, posado sobre las fuertes manos de un hermoso señor con aspecto de beduino y provisto de un generoso y tierno corazón de ángel. Él amaba a la niña, la mimaba desde su propio mundo especial, en el cual, él era un eterno galán, un gran conquistador y sobre todo un ser experto en cultivar la profunda y sincera amistad, que lo unía al padre de la receptora de este pañuelo tan mágico y genial.
Lo primero que hizo el pañuelo fue treparse cuidadosamente al cuello de la niña; ella se sintió abrigada y sumamente feliz, porque sus infantiles ojos quedaron hechizados por la belleza de las geishas estampadas. Después de un breve tiempo de encanto el pañuelo tuvo otros trabajos asignados por su entusiasta dueña; adornó sus diminutos bolsos cada vez que ella salía, jugó con cada una de sus muñecas convertido en improvisado vestido, chal, frazada, alfombra, cortina, mantel, etc., listado sin final; fue atado a diferentes sitios en el patio, olvidado en otros, recuperado más tarde, fregado, por los infantiles dedos, hasta el cansancio, estrujado sin piedad y colgado para ser secado por los más helados vientos o por el potente calor de la estufa, según fuera el desenlace del lavado. Con tanta actividad el pañuelo no conseguía obtener la concentración necesaria para lograr llevar a cabo su verdadera misión, que consistía en heredarle a la pequeña los dones de las bellas geishas que lo adornaban. Ellas, las mismas geishas, lo consolaban ante tan frustrante situación. Con gran dulzura, no reclamaban y sólo sonreían cada vez que la niña optaba por otro juego, en el cual ellas estarían, irremediablemente, involucradas. Así andando el tiempo, un día el pañuelo recibió, desde el mundo invisible, un sabio mensaje, que fue comprendido por su esencia en cada punto de su maravillosa tela. Él y las geishas se irían a otro plano y desde ese otro lugar impregnarían a la niña, con los dones destinados para ella y junto a esta acción borrarían de su pueril memoria el recuerdo de haber estado entre sus juegos. Esta sería la única forma de lograr adornar su alma con los mágicos dones de las primorosas geishas. De ese modo, viajó el pañuelo durante una noche completa al mundo del olvido y cuando la niña despertó no notó su ausencia. Continuó con su rutina y sus juegos, sin echar de menos al bello pañuelo. El amnésico encanto duró por años, por muchos años hasta que, un día cualquiera, siendo ya la niña, una adulta, recordó al lindo pañuelo, pero a esas alturas de su vida ya se trataba sólo de una tierna y nostálgica reminiscencia. Lo que ella nunca supo es que los hechos mágicos que siempre sucedían en su vida: sincronías, sucesos perfectos, encuentros maravillosos y armonías eran, nada más y nada menos que sutiles obsequios enviados, desde el vacío inteligente, por su antiguo y primoroso pañuelo tan bellamente estampado.
Y así termina esta breve historia de un delicado, resignado y dadivoso pañuelo, que fue compañero de juegos de una niña que amaba vestirse de blanco, imaginar interminables historias de hadas y vivía en un pueblo eternamente nevado.
FIN


La escalera








La escalera

(Autora: María Alejandra Vidal Bracho) Cuento publicado en Revista Co.incidir No.62 Abril 2019


Una pequeña abeja que volaba, como de costumbre, buscando sabrosas flores para alimentarse llegó, por sincronía, a un bello jardín de una casa igualmente bella. Dentro de esa casa vivían dos Hadas que producían y vendían, los artículos más mágicos que la ilusión pudiera crear. La abejita observó por una gran ventana, con intensa curiosidad, hacia el interior y así descubrió la existencia de una pequeña escalera, con forma de caracol, que subía hacia cualquier lugar imaginado. La escalera estaba fabricada de un material muy sólido, capaz de sostener las pisadas de los más grandes sueños y anhelos. La abejita, enamorada de la escalera, decidió zumbar frente a la puerta, para conocer a las Hadas y adquirir, de algún modo, tan lindo objeto. Después de tres zumbidos, abrió una de las Hadas que lucía las acostumbradas alas transparentes y una barita mágica en la mano. —“Buenos días”— dijo la abejita— “me interesa comprar la pequeña escalera que lleva a todos los sitios elevados”— “bien”— contestó el Hada—“lo primero que debemos saber es si estás dispuesta a llevar junto a tus propios sueños y deseos, los de los demás también. La escalera te elevará, sin límites, hasta dónde tú quieras, pero la condición es que lleves contigo anhelos ajenos a ti, que sean beneficiosos para todos los involucrados”. La abejita pensó, durante un breve momento, y dijo: “mi trabajo siempre ha sido procurar entregar dulzura a todos. Extraigo lo mejor de las flores, sin hacer daño, y luego en una sofisticada colmena uno mi faena a la de mis compañeras. Durante mis días, sólo trabajo, me alimento, descanso y disfruto de los bellos paisajes, mientras sobrevuelo cada lugar. Creo saber lo que significa el bien común; intento vivir para hacer felices a todos”.

El Hada leyó, en la mirada de la tierna abejita, que cada palabra estaba impregnada de dulce bondad. Tomó la pequeña escalera, la envolvió en un mágico papel que la tornó sumamente liviana, ingravida y se la entregó a la abejita diciendo: “es tuya, te la has ganado; nadie como tú para darle el mejor de los usos; con tu ternura, ya has pagado por ella”. La abejita, muy emocionada, acarició el paquete con sus alas, y con sumo agradecimiento, se despidió del Hada con unos armoniosos zumbidos de alegría. Tomó entre sus patitas el obsequio y elevó el vuelo, muy contenta, rumbo a su colmena, ansiosa de contar lo vivido a sus compañeras y compartir con ellas los peldaños de la mágica escalera. 
Fin