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sábado, 5 de noviembre de 2016

La medalla mágica









La medalla mágica
Autora:  María Alejandra Vidal Bracho
Publicado en Revista Co.incidir No.33 Noviembre

Una gatita encantada llevaba  colgada del cuello una cadena de la cual pendía una medalla, que contenía en cada cara, imágenes mágicas.  Por un lado, un fuerte centauro con arco y flecha  y por el otro, una ondina perfecta y de extensos cabellos. Estas imágenes, tenían poder de protección, solamente gracias a la fe de la gatita.  Un día, ella tomó conciencia de que éstas, no representaban  ya  más su sentir.  Debido a esto, las imágenes habían comenzado a lucir desfallecientes y la gatita deseaba quitarlas de la joya, pero a la vez salvarlas, lo cual, no le resultó tan fácil de concretar. 
Desconociendo cómo exactamente hacerlo, ella decidió buscar el consejo del  más enigmático y poderoso Sabio,   que vivía en las plantas, los árboles, las estrellas y en cada rincón contemplado, por los ojos de quien sea.  Como el Sabio habitaba  todo, lo primero que hizo la gatita,  después de analizar, concienzudamente,  las características del caso,  fue hablar con él, a través de una piedra a la cual le manifestó su deseo, diciéndole: “quizás señora piedra, a usted,  le gustaría convertirse en la protectora de estas valiosas imágenes. Y yo se lo agradecería mucho.  Ya no creo en el poder que dicen los demás que emanan, pero de igual forma no las puedo abandonar en cualquier sitio.  Les estoy agradecida, pues me acompañaron durante muchas vidas”.   La piedra, con esmerada e infinita  suavidad, le contestó que no lo haría.  Que no   albergaría a las imágenes, porque ya había otras piedras conteniéndolas y para qué una más.  Le aconsejó, que no se preocupara,  ya que verdaderamente  no  existía  problema en que el aire las acogiera en su sutil transparencia.  La elogió además, por este valiente acto de sinceridad de ella para con ella misma, simbolizado  en  la decisión de borrar éstas imágenes independientemente,  de lo que el eterno público escrutador,  pudiera pensar o juzgar.  La reafirmo,  en la verdad de que, efectivamente, al haber, con su incredulidad,  eliminado todo poder de ellas, era totalmente innecesario, a pesar de lo inocuo, seguir llevándolas sobre su pecho, si esto ya no significaba algo real para su corazón.  También le reveló que la culpa que sentía era, totalmente ajena al sentido altruista que se le otorgaba a estas mágicas imágenes.  “Gatita”­­— le dijo la piedra— “lo más importante, en este caso, es que debes entender, que tanto la magia como la culpa, ambas, sólo están dentro de ti y no afuera”.
Agradecida por la sincera  respuesta, pero, a la vez, inconforme, la gatita optó entonces por dirigirse presurosa al encuentro de unos elegantes pinceles que conversaban, seriamente, con unos simpáticos  óleos.  Se aproximó a ellos y les preguntó acerca de la posibilidad de plasmar, un par de imágenes que debían emigrar desde la moneda que colgaba de ella.  Los pinceles se acercaron, con gran curiosidad, y los óleos tras ellos.  Observaron a las debilitadas imágenes y también dijeron conocerlas, con anterioridad, ya que en más de una oportunidad, las  habían transportado a diferentes superficies.  Al igual que la piedra, prefirieron no aceptar el compromiso de salvarlas.  En este caso, ellos argumentaron no considerar apropiado trasladarlas a un nuevo soporte, en tan catastrófico estado.
Así la gatita buscó afanosamente, por un nuevo hogar que diera abrigo a las otrora, para ella, mágicas imágenes.  Mientras tanto éstas seguían desfalleciendo. Desesperada inició diferentes diálogos, con distintas contrapartes.  Entre ellos diversos lápices, cuadernos, hojas de cartulina, lanas y arpilleras; pizarras, tizas, crayones…en fin, todo lo que permitiera guardar  imágenes.  Sin embargo, no era considerada su propuesta, ya que para lograr activar el ejercicio de conservarlas, quién pedía esta acción debía creer en ellas.  
Cansada de ver como las imágenes, seguían desfalleciendo, se acostó la angustiada gatita, un día más en el lecho de la inquietud. La madre Luna conmovida por la congoja de la adorable felina, decidió intervenir.  Como cada noche  la meció suavemente,  mientras dormía, pero en esta oportunidad le otorgó un sueño muy especial.  En él, la gatita, convertida en una doncella se hallaba, en un precioso bosque, tendida sobre la ramificación de  un grueso tronco de árbol,  junto a un ancho y majestuoso río.  Los rayos del sol la bendecían tiernamente con su fraternal calor y plácida ella disfrutaba del momento cuando, de repente, vio que se acercaba desde la nada un bello ciervo de diáfana y dulce mirada poseedor de una hermosa cornamenta floreada,en tonos rosados y fucsias.  La doncella extendió su mano para tocarlo  y él lamió con sumo cuidado la medalla que ahora, convertida en pulsera, colgaba de su muñeca izquierda. Las imágenes se sintieron renovadas por el gesto afectuoso del ciervo y desde su frágil y circular soporte contemplaron el sereno entorno. La bella ondina reanimada, después de observar alrededor, innegablemente, con cierta  sorpresa y curiosidad, ordenó con delicadeza su deslumbrante cabellera y el fuerte centauro fortalecido, revisó, en ensayo, la resistencia de su arco.
Motivada por tanta novedad, la doncella se levantó para ver más de cerca al ciervo y comprobar la vitalidad de las imágenes. La ondina y el centauro, no sólo estaban reconfortados, sino que además, decidieron bajarse de la medalla y se posaron cuidadosamente sobre la suave alfombra de hierbas y flores. Ahora los cuatro se contemplaban, llenos de alegría por el inesperado estado en que todos se encontraban.  La primera en romper el silencio fue la gatita, ahora doncella.  Ella muy emocionada,  articuló las más bellas palabras conocidas, para agradecer al centauro por todas las veces en que la salvó de diferentes peligros y por haberla acompañado defendiéndola, en silencio, durante tantos años.  Después tomó las manos de la ondina y de igual manera, le agradeció por cada uno de sus cantos, arrullos e inspiraciones.  Enseguida  les explicó que: había descubierto la manera de  conectarse directamente, sin intermediarios, con la fuerza que sostiene todo.  Lo creado, lo por crear, lo que vemos y lo que no vemos, incluyéndolos a ellos también.  Consciente ahora de ser una manifestación más del logos, con este nuevo entendimiento, se sentía mucho más segura, más plena y  concibiéndose así parte de este uno y no separada, vivía mucho más tranquila y en paz.
La Ondina y el Centauro, felices de saberla libre, la abrazaron con sincero y profundo amor.  Luego, volviéndose al ciervo le preguntaron: “¿podemos quedarnos contigo?”—.  El ciervo coronado en flor asintió y la doncella, lo acarició con gran ternura y agradecimiento.    El espacio era perfecto.  Un edén, generosamente humectado por el magnífico río de agua musical y cristalina; protegido por paternales y cariñosos árboles frutales; alfombrado de pasto verde, fresco y perfumado, junto a hierbas nobles y flores enigmáticas, coquetas y alegres.  Mágico enjambre, conformando un fantástico jardín.  La Ondina, sonrió feliz contemplando su nuevo y paradisiaco hogar  y el centauro, respiraba hondo llenando sus fuertes pulmones de aire puro y benévolo, mientras oteaba el horizonte. Está bien dijo la doncella, aquí se quedarán, es  un maravilloso lugar para ustedes y yo estaré tranquila de saber que viven rodeados de tanta belleza.
Junto con esta sentencia la gatita despertó.  Estaba, como cada amanecer,  abrigada en la tibieza de suaves lanas y cojines, en su canasta de mimbre.  Miró hacia todos lados.  De pronto, recordó lo que había soñado y con un ágil brinco, se posó sobre el tocador de su dueña, que aún dormía.  Frente al espejo, estudió su medalla.  Ésta, ahora estaba muy lisa y sin imágenes talladas.  Saltó de nuevo; esta vez para alcanzar el alfeizar de la ventana, que estaba entreabierta. Instintivamente alzó sus ojos al cielo; olfateó el aire.  Añoró la promesa del calor del sol, sobre su flexible lomo y avistó, con su gatuna mirada,  llena de  amor, a la pálida luna;  que, a esa hora temprana, fiel a su diario periplo, se despedía nostálgica, acompañada, como siempre,  de su devoto y caballeroso amigo:  el, eterno y noble, lucero de la mañana.