La
medalla mágica
Autora: María Alejandra Vidal Bracho
Publicado
en Revista Co.incidir No.33 Noviembre
Una gatita
encantada llevaba colgada del cuello una
cadena de la cual pendía una medalla, que contenía en cada cara, imágenes
mágicas. Por un lado, un fuerte centauro
con arco y flecha y por el otro, una ondina
perfecta y de extensos cabellos. Estas imágenes, tenían poder de protección,
solamente gracias a la fe de la gatita. Un
día, ella tomó conciencia de que éstas, no representaban ya más
su sentir. Debido a esto, las imágenes
habían comenzado a lucir desfallecientes y la gatita deseaba quitarlas de la
joya, pero a la vez salvarlas, lo cual, no le resultó tan fácil de concretar.
Desconociendo cómo
exactamente hacerlo, ella decidió buscar el consejo del más enigmático y poderoso Sabio, que vivía en las plantas, los árboles, las
estrellas y en cada rincón contemplado, por los ojos de quien sea. Como el Sabio habitaba todo, lo primero que hizo la gatita, después de analizar, concienzudamente, las características del caso, fue hablar con él, a través de una piedra a la
cual le manifestó su deseo, diciéndole: “quizás señora piedra, a usted, le gustaría convertirse en la protectora de
estas valiosas imágenes. Y yo se lo agradecería mucho. Ya no creo en el poder que dicen los demás
que emanan, pero de igual forma no las puedo abandonar en cualquier sitio. Les estoy agradecida, pues me acompañaron durante
muchas vidas”. La piedra, con esmerada
e infinita suavidad, le contestó que no
lo haría. Que no albergaría a las imágenes, porque ya había
otras piedras conteniéndolas y para qué una más. Le aconsejó, que no se preocupara, ya que verdaderamente no existía
problema en que el aire las acogiera en su sutil transparencia. La elogió además, por este valiente acto de
sinceridad de ella para con ella misma, simbolizado en la
decisión de borrar éstas imágenes independientemente, de lo que el eterno público escrutador, pudiera pensar o juzgar. La reafirmo, en la verdad de que, efectivamente, al haber, con
su incredulidad, eliminado todo poder de
ellas, era totalmente innecesario, a pesar de lo inocuo, seguir llevándolas sobre
su pecho, si esto ya no significaba algo real para su corazón. También le reveló que la culpa que sentía
era, totalmente ajena al sentido altruista que se le otorgaba a estas mágicas
imágenes. “Gatita”— le dijo la piedra—
“lo más importante, en este caso, es que debes entender, que tanto la magia
como la culpa, ambas, sólo están dentro de ti y no afuera”.
Agradecida por
la sincera respuesta, pero, a la vez,
inconforme, la gatita optó entonces por dirigirse presurosa al encuentro de
unos elegantes pinceles que conversaban, seriamente, con unos simpáticos óleos.
Se aproximó a ellos y les preguntó acerca de la posibilidad de plasmar,
un par de imágenes que debían emigrar desde la moneda que colgaba de ella. Los pinceles se acercaron, con gran
curiosidad, y los óleos tras ellos. Observaron
a las debilitadas imágenes y también dijeron conocerlas, con anterioridad, ya
que en más de una oportunidad, las
habían transportado a diferentes superficies. Al igual que la piedra, prefirieron no
aceptar el compromiso de salvarlas. En
este caso, ellos argumentaron no considerar apropiado trasladarlas a un nuevo
soporte, en tan catastrófico estado.
Así la gatita
buscó afanosamente, por un nuevo hogar que diera abrigo a las otrora, para
ella, mágicas imágenes. Mientras tanto éstas
seguían desfalleciendo. Desesperada inició diferentes diálogos, con distintas
contrapartes. Entre ellos diversos
lápices, cuadernos, hojas de cartulina, lanas y arpilleras; pizarras, tizas,
crayones…en fin, todo lo que permitiera guardar imágenes.
Sin embargo, no era considerada su propuesta, ya que para lograr activar
el ejercicio de conservarlas, quién pedía esta acción debía creer en
ellas.
Cansada de ver
como las imágenes, seguían desfalleciendo, se acostó la angustiada gatita, un
día más en el lecho de la inquietud. La madre Luna conmovida por la congoja de
la adorable felina, decidió intervenir. Como
cada noche la meció suavemente, mientras dormía, pero en esta oportunidad le
otorgó un sueño muy especial. En él, la gatita,
convertida en una doncella se hallaba, en un precioso bosque, tendida sobre la
ramificación de un grueso tronco de
árbol, junto a un ancho y majestuoso
río. Los rayos del sol la bendecían
tiernamente con su fraternal calor y plácida ella disfrutaba del momento cuando,
de repente, vio que se acercaba desde la nada un bello ciervo de diáfana y
dulce mirada poseedor de una hermosa cornamenta floreada,en tonos rosados y
fucsias. La doncella extendió su mano
para tocarlo y él lamió con sumo cuidado
la medalla que ahora, convertida en pulsera, colgaba de su muñeca izquierda. Las
imágenes se sintieron renovadas por el gesto afectuoso del ciervo y desde su
frágil y circular soporte contemplaron el sereno entorno. La bella ondina
reanimada, después de observar alrededor, innegablemente, con cierta sorpresa y curiosidad, ordenó con delicadeza
su deslumbrante cabellera y el fuerte centauro fortalecido, revisó, en ensayo,
la resistencia de su arco.
Motivada por
tanta novedad, la doncella se levantó para ver más de cerca al ciervo y
comprobar la vitalidad de las imágenes. La ondina y el centauro, no sólo
estaban reconfortados, sino que además, decidieron bajarse de la medalla y se
posaron cuidadosamente sobre la suave alfombra de hierbas y flores. Ahora los
cuatro se contemplaban, llenos de alegría por el inesperado estado en que todos
se encontraban. La primera en romper el
silencio fue la gatita, ahora doncella.
Ella muy emocionada, articuló las
más bellas palabras conocidas, para agradecer al centauro por todas las veces
en que la salvó de diferentes peligros y por haberla acompañado defendiéndola,
en silencio, durante tantos años.
Después tomó las manos de la ondina y de igual manera, le agradeció por cada
uno de sus cantos, arrullos e inspiraciones.
Enseguida les explicó que: había
descubierto la manera de conectarse
directamente, sin intermediarios, con la fuerza que sostiene todo. Lo creado, lo por crear, lo que vemos y lo
que no vemos, incluyéndolos a ellos también.
Consciente ahora de ser una manifestación más del logos, con este nuevo
entendimiento, se sentía mucho más segura, más plena y concibiéndose así parte de este uno y no
separada, vivía mucho más tranquila y en paz.
La Ondina y el Centauro,
felices de saberla libre, la abrazaron con sincero y profundo amor. Luego, volviéndose al ciervo le preguntaron: “¿podemos
quedarnos contigo?”—. El ciervo coronado
en flor asintió y la doncella, lo acarició con gran ternura y
agradecimiento. El espacio era perfecto. Un edén, generosamente humectado por el
magnífico río de agua musical y cristalina; protegido por paternales y
cariñosos árboles frutales; alfombrado de pasto verde, fresco y perfumado,
junto a hierbas nobles y flores enigmáticas, coquetas y alegres. Mágico enjambre, conformando un fantástico
jardín. La Ondina, sonrió feliz contemplando
su nuevo y paradisiaco hogar y el
centauro, respiraba hondo llenando sus fuertes pulmones de aire puro y benévolo,
mientras oteaba el horizonte. Está bien dijo la doncella, aquí se quedarán, es un maravilloso lugar para ustedes y yo estaré
tranquila de saber que viven rodeados de tanta belleza.
Junto con esta
sentencia la gatita despertó. Estaba,
como cada amanecer, abrigada en la
tibieza de suaves lanas y cojines, en su canasta de mimbre. Miró hacia todos lados. De pronto, recordó lo que había soñado y con
un ágil brinco, se posó sobre el tocador de su dueña, que aún dormía. Frente al espejo, estudió su medalla. Ésta, ahora estaba muy lisa y sin imágenes talladas. Saltó de nuevo; esta vez para alcanzar el
alfeizar de la ventana, que estaba entreabierta. Instintivamente alzó sus ojos
al cielo; olfateó el aire. Añoró la
promesa del calor del sol, sobre su flexible lomo y avistó, con su gatuna
mirada, llena de amor, a la pálida luna; que, a esa hora temprana, fiel a su diario
periplo, se despedía nostálgica, acompañada, como siempre, de su devoto y caballeroso amigo: el, eterno y noble, lucero de la mañana.